jueves, 2 de febrero de 2012

El día que un político catalán quiso ser andaluz

Las elecciones generales del 20 de noviembre han cambiado el color político de España. La mayoría absoluta del Partido Popular ha sumido, además, al Partido Socialista Obrero Español en una crisis de identidad que tratan ahora de corregir. Podemos ver que en los medios de información general, la carrera hacia la secretaría general del PSOE ocupa un puesto predominante en los titulares y en los desarrollos de las noticias. Chacón o Rubalcaba; Rubalcaba o Chacón: esa es la cuestión que importa de cara al congreso que los socialistas van a celebrar en Sevilla, ciudad que también han elegido los adversarios populares para celebrar su reunión de autoafirmación: para éstos, con los sillones azules del Congreso aún sin calentar, el debate sobre quién ha de estar o quién no, ni se plantea. Sevilla, y con ella toda Andalucía, va a ser el tablao donde los partidos mayoritarios hagan su mejor representación de cara al electorado.
¿Y por qué Sevilla, por qué Andalucía? La debilidad del PSOE a nivel nacional ha propiciado que, tras demasiados años, la potestad que los presidentes andaluces tienen para convocar elecciones cuando a ellos les parezca (entiéndase bien esto) haya separado el plebiscito autonómico del estatal permitiendo que el peso del debate político español se haya teñido de verde y blanco, con permiso de Álvarez Cascos y el súbito adelanto electoral asturiano. Esta situación ha permitido ver y oír cosas que me han hecho pensar. Cosas como que en los medios se hable reiteradamente de la importancia de Andalucía, de la fuerza de las federaciones andaluzas de ambos partidos, de cómo los andaluces ponen o quitan presidentes en Moncloa, no olvidemos que hay casi seis millones y medio de andaluces con derecho a voto. Lo que más me ha llamado la atención de todo este esperpento es que Carme Chacón ha reclamado sus raíces "profundamente" andaluzas tras empezar su campaña en Olula del Río el pueblo donde nació su padre en la provincia de Almería. Y quien no puede reclamar su origen andaluz afirma que quiere a Andalucía más que nadie, y que se preocupa por su gente.
Que conste que me parece bien que esto sea así. Pero si la alta clase política española quiere y cuida tanto a Andalucía y a los andaluces, ¿cómo hemos llegado a la situación de tener que soportar un millón de parados, la tasa más alta de España y, seguramente, de Europa, y de no contar todavía con un tejido productivo que permita vivir a los andaluces? La respuesta es que Andalucía y los andaluces les interesan mientras sean útiles para llegar a su objetivo, como cada cuatro años.
Nunca he sido amigo de nacionalismos, ni de regionalismos excluyentes (de verdad que no), y siempre he pensado que cuanta más gente pueda compartir algo, mejor. Pero si el juego está diseñado para pelear entre comunidades autónomas, Andalucía debería ser un peso pesado y no la que siempre se queda excluida de pactos puntuales derivados de aquella geometría variable que Zapatero inventó. Por una vez, los andaluces podríamos creernos que somos fuertes, que nuestra opinión cuenta y que votar "en clave nacional" no nos beneficia.

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